Era mi cumpleaños. Ya no esperaba recibir muchos regalos, porque ya se sabe que cuando las hadas se van haciendo mayores, lo de la tarta y las velas van quedando en el olvido. Y lo de los regalos, más.
Pero ese año, obtuve el mejor regalo de todos los tiempos. Cuando me fui a acostar, me encontré encima de mi almohada un paquete bastante grande envuelto con papeles de colores, de los que me gustan a mí para envolver regalos, y un lazo (de los que no me gustan) que le daba al paquete una prestancia especial. Y era para mí seguro, porque con letras brillantes ponía mi nombre: D A R A B I T A
Pensé quién me lo habría dejado allí porque no había nadie en el bosque; pero ya se sabe que en el mundo de las hadas, en un cumpleaños, puede pasar de todo. Así que lo abrí, un poco nerviosa, un poco expectante y sin parar de pensar cómo habría llegado hasta mi cama.
Dentro, una caja muy bonita, labrada y con un aldabón que le daba aspecto de cofre del tesoro.
Prometo que lo que cuento a continuación es verdad.
Al abrir la caja, salió de ella un resplandor. Pero no sólo una luz (que ya sería raro) sino como si el interior despidiera diminutos trozos de estrellitas, de esos que vuelan en la dirección que más le apetece sin hacer siquiera caso a la fuerza de la gravedad.
Mi cara debía ser un poema, porque ya tenía yo encima bastante intriga sobre cómo había llegado hasta allí el paquete, para encima encontrarme con eso. Pero como si se tratara de una película, seguí con la escena adelante sin quedarme paralizada ni muda (que si no, no habría escena).
Con un poco de miedo, o más bien precaución y cantando, metí las manos en la caja a ver qué encontraba. Mis ojos brillaban de ilusión, mis labios reían sin poder evitarlo, todos mis sentidos estaban erizados.
En el fondo de la caja, algo redondo, blandito pero sin llegar a ser fofo.
Quise descubrir al tacto qué era, pero fui incapaz y lo saqué de la caja para mirarlo. Era una bola, nada más que una bola de color azul; ni pesada ni ligera, ni dura ni blanda, ni rugosa ni suave.
sólo una bola. Pero eso sí, de un color que pocas veces había visto: un azul turquesa más profundo que el mar del Caribe.
Me la puse encima de la falda y volví a meter la mano en la caja. Saqué otra bola igual, pero esta vez verde. De un verde claro pero con tonalidad profunda.
Y cada vez que metía la mano, sacaba otro color. Porque ya me di cuenta de que no eran bolas, eran colores. Nada más y nada menos que colores en su estado más puro.
Ahora sí que me puse nerviosa pensando quién me lo habría dejado allí. Porque ese era un regalo que no podía hacerlo cualquiera.
Rojo, pasión encendida; naranja, viveza infinita; violeta, sueño de atardecer; amarillo, incandescencia lumínica; blanco resol sobre cal...y así todos los colores de la escala cromática.
Lo más bonito de todo es que al tocar esas bolas (perdón, esos colores) y mover mis manos, ante mí aparecían imágenes dibujadas con toda nitidez. Había ausencia de líneas de grafito, pero los tonos sabían muy bien separar los volúmenes y darle al paisaje hasta su sensación al mirarlas.
¡Estaba extasiada!
Y entonces, de pronto, comprendí de dónde salió mi regalo.
Y sonreí.
@Darabita
Caramba Beatriz, y yo me he quedado con gana de más , verdaderamente sabes contar las cosas y mantener la atención a mil por mil . La ilusión mueve montañas y alimenta el alma.
ResponderEliminarUn abrazo .
Habrá más entradas de Darabita, mi hada amiga
EliminarSaludos