martes, 18 de septiembre de 2018

Aire, sol y vida

El suelo crujía bajo mis pasos descalzos. Maderas viejas rejuvenecidas con mimo y adornadas con trajes de gala.

Al fondo, la ventana; ese trozo de luz sin cable que nos da la vida por la mañana y nos permite vislumbrar estrellas en el cielo oscuro de la noche clara.

Manzanas que cantan los buenos días, felinos que juegan al escondite, hortensias coloreadas mojadas de rocío.

El aire fresco de la alborada nos recarga los pulmones de energías renovadas; alimentos de la tierra nos llenan la barriga y pensamientos enardecidos nos conquistan el alma.

A lo lejos, las montañas. Trozos de líneas a veces picudas, a veces redondeadas. Moles de piedras amontonadas rellenas de historias en mil ocasiones contadas.

Te encuentras solo en un mundo inmenso de espacios abiertos. Te sientes pequeño entre la inmensidad de espacio sin nada de nada. Te aturdes sin contar el tiempo que queda hasta la próxima parada.



Y a mi lado, tu mirada franca; tu risa escondida debajo de la almohada; tu olor picante, extrovertido y seductor; tu música cauta que refleja melodías encantadas; tus manos cálidas que delatan tus ansias de tenerme atrapada; tu gesto amable de darme el mundo por el que piso; tus palabras graves de bajos dorados al sol cálido del otoño; tu entrega generosa a la causa de disfrutar de aquello que, sin grandes alharacas, nos hace ser felices sin costarnos nada.



¿Qué hice tan mal para que también esto se me escapara?

@Escritos

domingo, 12 de agosto de 2018

La más bonita Perseida




Al calor del día, Darabita sobrevuela la ciudad de su tercera misión, tras toda la noche esperando.

No era una misión espacial pese a que casi se da de bruces con un astronauta suspendido en la glorieta del Universo. Ni era una misión secreta al estilo de las películas de espías porque muchos sabían que Darabita estaría por ahí, aunque no la vieran. Ni siquiera era una misión imposible pese a que tenía que volar (sin ser vista, por si acaso) por encima de un sinfín de hombres de uniforme con galones y divisas y, según le dijeron algunas hadas más experimentadas, también de polillas.

- ¿Polillas? -Había preguntado Darabita extrañada.
- Sí, polillas, porque hace ya muchos años los jóvenes de aquel colegio se pasaban el tiempo entre madera, vamos, zascandileando entre los árboles que lindaban con el patio del colegio de las niñas –Le respondieron las hadas mayores con risas pícaras.

Pero todo eso era ahora secundario. El instinto de hada y la magia de la varita que llevaba bien escondida, llevó a Darabita rápidamente a la planta primera de un hospital blanco, de líneas rectas y muy luminoso.

Allí se encontró otra vez con el excitante comienzo de una nueva vida que, después de muchos dimes y diretes, sudores y dolores, traería una gran alegría a la cara de sus padres y de todos los que esperaban ansiosos pensando que si se retrasaba más no lo podrían ver hasta pasados muchos días.

Pero este no era un niño cualquiera, claro. Si no Darabita no estaría allí. Con su vuelo silencioso, abriendo las alas al máximo, trataba de darle aire a la madre, calmar los pocos nervios del padre y darle sabiduría al matrón asturiano y demás compañeros que estaban haciendo tan bien su trabajo. Un poquito de polvos mágicos por aquí, otro poquito por allí y, tras un rato que se hizo un poco largo, el llanto del bebé anunció el fin del duro proceso.

A las 17:30 de un 11 de agosto, nació un niño grande y fuerte. Tercero de una generación a la que le habían encomendado proteger, cuidar y mimar.

Darabita ladeó la cara para ver a quién se parecía. Le habían encargado comprobar si había algún rasgo o gesto suyo. Realmente daba igual, porque cada uno es único e irrepetible, pero para el orgulloso abuelo era inevitable querer algún mínimo parecido, además de su nombre.

Darabita, muy seria en su papel de hada, se acerca hasta él y, con un beso en la frente, le regala su don más preciado:
Sería capaz de reír y soñar un mundo de estrellas, de hadas, de duendes, un mundo feliz.

Un mundo de besos, de amores, de sonrisas de colores.

Un mundo de juegos, de letras, de mares con ballenas y castillos de arena.

De arrullos, de dulces, de labios de fresa, de hechizo en forma de piruleta.

Con este don, Javier encontrará la magia en cada uno de los detalles a su alrededor: cuando observe el cielo, contemple la luna, escuche a los pájaros, disfrute del aroma de las flores, cuente las estrellas, se deje mojar por el mar y, sobre todo, cuando sueñe despierto mirando las nubes sobre su cabeza, en las que Darabita estará todas las noches escondida.





Tras la excitación del día, en la oscuridad de la noche, mientras contempla la lluvia de Perseidas y el cuerpo se relaja en la vigilia, la alegría hace brincar la imaginación sobre cómo será la vida con un miembro más en la familia.






@Darabita

lunes, 6 de agosto de 2018

Canto




Te di mis horas de sueño
Te di mis oídos enteros
Te di mis risas y mis miradas

Te di toda la ternura que tenía guardada
Te di mi apoyo más fiel en las horas más bajas
Te di mis mejores sentimientos transformados en palabras

Te di mi secreto más oculto que me atenazaba el alma
Te di mis canciones al oído
Te di mis más bonitos sonidos

Te di mi comprensión y mi aliento
Te di mi amistad decidida
Te di mi ilusión por el mañana

Te di mi generosidad
Te di mi despertar sosegado
Te di mi discreción

Te di mi paciencia
Te di mi inteligencia
Te di la tranquilidad de mi inocencia



Te di todo eso que yo tenía y, a cambio, tú me diste la vida.