Sobre el papel en blanco, pensaba en aquellos días en los que las
palabras se atropellaban para salir a empujones, como antaño salíamos los niños
al recreo.
Recordaba los bailes de letras llenando hojas y reordenándose con cada leída.
Y decidió que era el momento de quitarse de encima las creencias limitantes.
Recostada en la cama, acunada por los mullidos almohadones, observaba chispas por todos lados; como pequeños puntos de luz traviesa que imitaban el baile de las luciérnagas en una noche de verano.
Aunque fuera los días estaban tristes, lluviosos y fríos, en la habitación se respiraba la primavera en pleno invierno. Porque la
emoción había vuelto a sus ojos al oír esas palabras, escuchar ese tono, ver esa expresión profunda que no necesitaba decir nada.
Una mirada a los ojos, en silencio, y con una canción de fondo de más de tres minutos, le enseñó más de la conexión posible entre dos personas que media vida estudiando. Los ojos sonreían y la cara relajada desprendía la tranquilidad de quien sabe que quien te mira te quiere tal como eres. El abrazo final fue una explosión de emociones y sentidos y una línea invisible del paso entre el hastío de una vida aburrida y la floración más colorida.
No hacia falta mirar nada. No hacia falta decir nada. Solo sentir que la vida te da sorpresas y que éstas nunca se acaban.
Bajo el paraguas caminaba despacio sin saber cómo decir lo que tiene tan claro. Y pensó...mejor lo dejo para mañana.
@Escritos