miércoles, 18 de marzo de 2015

El sapo aguador


Once upon a time (siempre me ha gustado esa frase), o lo que es lo mismo, érase una vez un sapo verde y azul.

El sapo (¿o era una rana?) quería ser un príncipe azul de esos que esperan a que las princesas de los cuentos les den un beso para transformarse en un hombre vestido con calzonas, jubones y sombreros con pluma a lo Robin Hood y que dice ser un príncipe, aunque nadie sabe de dónde.

Pero el hada Darabita, responsable del jardín donde vivía, le había encargado llenar una de las fuentes con el agua que salía incesantemente de su boca. Para ello tuvo que darle poderes mágicos, porque no era fácil que un sapo hiciera eso.

El sapo o la rana (no sé qué era, pero me viene mejor usar el masculino) estaba todo el día quieto, echando agua y sin poder decir ni esta boca es mía. Pero por la noche, cuando el jardín quedaba a oscuras, llegaba el momento del merecido descanso y entonces podía hablar, moverse, e incluso saltar dentro y fuera de la fuente.

Cuando la nocturnidad le amparaba y los demás le escuchaban era cuando se lamentaba de su suerte: de no poder ser un príncipe azul, de estar todo el día quieto, de no poder hablar con la gente y de tener que conformarse con echar agua por su boca de sol a sol.


Una noche, mientras saltaba y refunfuñaba y se quejaba sin parar, se cayó de boca y aunque se hizo daño no sufrió roturas. 

Pero a la mañana siguiente de su boca no salía agua. Por más que lo intentó el sapo (o la rana), nada de nada. Ni una gotita pequeña.

Darabita decidió dejarle a su suerte para darle una lección.

Como durante el día no podía moverse porque parecía que estaba pegado con pegamento al borde de la fuente, aunque no saliera nada de agua tenía que estar quieto y con la boca abierta. El caso es que durante tiempo y tiempo esperó inútilmente a que el agua saliera porque sí. Pero nada.

Pensando en su nueva situación se dio cuenta de la suerte que había tenido cuando podía echar agua por la boca y lo tonto que había sido lamentándose por no poder ser un príncipe azul.

Por la noche ya no protestaba por su suerte y aprendió a conformarse con lo que tenía.

Un día, el sapo verde y azul (era un sapo, sí. No era una rana) notó cómo una mujer daba vueltas a su alrededor y lo miraba haciéndole fotos y más fotos, a la vez que comentaba qué colores tan bonitos tenía el sapo y cómo le gustaba verlo quieto, con la boca abierta aunque no echara agua, porque le daba a la fuente un aspecto muy colorido y alegre.

Y acercando su boca a su oreja (¿tienen oreja los sapos?) le dijo: menos mal que no te has transformado en príncipe azul como todos los sapos de mi jardín. Aquí sí que puedo disfrutar de algo tan sencillo y a la vez tan espectacular como un sapo verde y azul.

Desde ese día, el sapo verde y azul aprendió a ser feliz con él mismo. Por la noche cantaba a las estrellas y reía alegrando a sus compañeros.


Y hay quien dice que aunque de día no se podía mover, en su boca se tatuó una sonrisa que hacía al que lo miraba, pensar en la felicidad.








En la vida, lo importante es estar a gusto con uno mismo.


@Darabita


1 comentario:

  1. Hola Beatriz, estoy aqui de nuevo, que suerte que tengo, he pillado a Darabita relatando una de sus fanáticas historias, y verdaderamente tiene toda la razón del mundo mejor disfrutar y agradecer lo que uno tiene, son pequeñas o grandes cosas con las que se debe aprender a ser feliz.
    Un fuerte abrazo

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