El crujir de la escalera la sacó de su ensueño. Se vio ya casi en la misma
puerta y se dio cuenta de que no sabía cómo había llegado hasta allí. En los
brazos, un cuaderno gastado, una caja de madera y nácar, y un cesto con cintas
de grogrén de varios colores y anchos.
Entró despacio en la buhardilla y
se paró un minuto para que, sin encender la bombilla desnuda que colgaba del
cable, sus ojos se acostumbraran a la luz que entraba por la ventana. Le gustaba
el aire de intimidad que da en la oscuridad un rayo de luna azul entrando a
hurtadillas.
Y se fue directa a su querido y apreciado baúl.
Primero, lo miró
largamente como si le diera miedo acercarse, pero luego acarició delicadamente la
tapa para quitarle el polvo inexistente y tocó la larga cerradura que no
necesitaba candado porque nadie hurgaba en sus cosas.
Al abrirlo sonó un
leve quejido que no era más que el sonido de unas bisagras necesitadas de aceite.
Y a su mente
acudió aquella primera vez que destapó ese baúl, algunos años antes, para
adoptarlo como el verdadero contenedor de sus tesoros.
Entre postales de
las que ya no se escriben, poemas garabateados en servilletas de papel, una caja
con canicas transparentes, dibujos hechos con colores brillantes, recortes de
revistas que nunca se acordaba de qué eran hasta que los desdoblaba, las
canciones de una niñez ya lejana, una muñeca pequeña y blandita, la colección de
joyas de plástico más preciada y diversas piezas de un juego de té en miniatura,
encontró unas cuantas promesas incumplidas revoloteando, trozos de vida con
lazos de distintos tonos, ilusiones guardadas para mejores ocasiones, risas
preparadas en cajitas acolchadas, besos escondidos entre las sombras, caricias
acaloradas mientras se hace la cena y felicidad comprimida en botes
herméticos.
Y mientras vuelve a acomodar todo lo que ha revuelto, una
risa se escapa y una ilusión se destapa para convertir la habitación oscura en
un entorno proclive para gozar sin miedo de los placeres de los sentidos.
El amanecer la encontró con los ojos cerrados y el cuerpo
abandonado a sus sueños de amor desenfrenado. Porque el hechizo de aquel viejo
baúl con nombre propio era que, no se sabe muy bien por qué, al abrirlo y revolver entre sus
cosas, ella siempre lograba volver a sentir la convicción de estar
verdaderamente viva a su lado.
Supo que ese baúl estaría con ella hasta el final de sus días porque, aunque habían intentado quitárselo varias veces, la magia que había dentro había impregnado para siempre cada una de sus tablas. E incluso a veces, en la oscuridad de las noches estrelladas, se veían salir destellos de luz fantástica por las pequeñas rendijas que daban vida a la estancia.
Para aquellos que saben que, en sí mismos, son un regalo y que son capaces de cantar bajo la lluvia.
@Escritos
Muchas gracias, porque aunque no canto bajo la lluvia ni en ningún otro lugar por respeto a los demás, si que bajo la lluvia puedo sonreír, bailar y saltar.
ResponderEliminarMe ha gustado ese baúl, donde al guardar nuestros sueños acaba siendo un apéndice nuestro. Abrazos
Hola Beatriz, feliz Año Nuevo !!!! Me ha encantado tu relato. ¿Sabes? Yo no tengo un baul pero tengo una maleta no muy grande de madera con recuerdos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Mi querida Beatriz, todo cuanto escribes despide LUZ, y después de saber que puedo cantar bajo la lluvía y andar bajo ella como si tal cosa. Recojo una vez más tu regalo y lo guardo en mi baúl para cuando necesito estar sola poder volver a leerlo y sentir tu ternura.
ResponderEliminarMil besos llenos de Luz para ti y los tuyos en este año 2014.
Recuerda saludar a Darabita y darle un tierno besito de mi parte ERES UN SOL.