El suelo crujía bajo mis pasos descalzos. Maderas viejas rejuvenecidas con mimo
y adornadas con trajes de gala.
Al fondo, la ventana; ese trozo de luz
sin cable que nos da la vida por la mañana y nos permite vislumbrar estrellas en
el cielo oscuro de la noche clara.
Manzanas que cantan los buenos días,
felinos que juegan al escondite, hortensias coloreadas mojadas de
rocío.
El aire fresco de la alborada nos recarga los pulmones de energías
renovadas; alimentos de la tierra nos llenan la barriga y pensamientos
enardecidos nos conquistan el alma.
A lo lejos, las montañas. Trozos de
líneas a veces picudas, a veces redondeadas. Moles de piedras amontonadas
rellenas de historias en mil ocasiones contadas.
Te encuentras solo en
un mundo inmenso de espacios abiertos. Te sientes pequeño entre la inmensidad de
espacio sin nada de nada. Te aturdes sin contar el tiempo que queda hasta la
próxima parada.
Y a mi lado, tu mirada franca; tu risa escondida
debajo de la almohada; tu olor picante, extrovertido y seductor; tu música cauta
que refleja melodías encantadas; tus manos cálidas que delatan tus ansias de
tenerme atrapada; tu gesto amable de darme el mundo por el que piso; tus
palabras graves de bajos dorados al sol cálido del otoño; tu entrega generosa
a la causa de disfrutar de aquello que, sin grandes alharacas, nos hace ser
felices sin costarnos nada.
¿Qué hice tan mal para que también esto se me escapara?
@Escritos