jueves, 4 de febrero de 2016
La tortuga Valentina
Había una vez, en un lejano país, una tortuga que tenía una concha llena llenita de brillantes y luminosos trozos de colores, que se llamaba Valentina.
Unos decían que era de Bali, otros de Indochina y otros, los más escépticos, de la tienda de la esquina.
Era una tortuga muy tímida y silenciosa, lo que no parecía estar acorde con su llamativo aspecto. Los colores que tenía llamaban tanto la atención que nunca pasaba desapercibida.
El día que estaba contenta, cantaba con voz desafinada pero con mucha alegría.
El día que estaba tristona y no quería saber nada de nadie, nos daba la espalda de manera muy fina.
Un día, de pronto, los colores de Valentina empezaron a apagarse; los tonos vivos se tornaron en pastel. Y poco a poco, cada vez estaba más descolorida.
Sus labios antes alegres como mañana de primavera habían perdido su tierna sonrisa; sus ojos, antes brillantes como estrellas, se habían tornado en melancólicos, tristes y sin vitamina.
Su dueña no sabía cómo devolverle el esplendor de antaño y la miraba muy preocupada. ¡Tenía que actuar y pronto!, pero el miedo la paralizaba.
Si la pintaba con témperas, moriría asfixiada.
Si le cosía retales, le pincharían las puntadas.
Si la dejaba como estaba, quedaría por siempre aletargada.
Mientras pensaba qué hacer, empezó a acariciarla. Todos los días un rato, despacio, con ternura, en silencio sólo roto por una dulce melodía, transmitiéndole a través de sus manos el gran amor que le tenía.
Hubo un tiempo en que Valentina estaba descolorida, pero poco a poco, con caricias, sonrisas y susurros llenos de fantasía, empezó a recobrar la alegría.
Para todos aquellos que necesiten una mano amiga que les acaricie para recobrar su color.
@Cuentos
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